Creo en las personas de comunicación transparente

Hace algún tiempo escribía un post con este mismo título hablando de la comunicación interpersonal en el más amplio sentido. Creo en las personas, más en las personas transparentes. Antes de avanzar y fundamentar mi credo con razones, sepan que nos comunicamos con tres tipos de lenguajes: el verbal, obvio, el paraverbal, que también dice mucho, y el todopoderoso y el más difícil de manipular lenguaje no verbal.

Dominar el lenguaje verbal es lo más fácil. Con leer mucho, modelar a los grandes oradores que nos rodean y entrenarnos puede ser suficiente. Es cuestión de tiempo. Dominar nuestro lenguaje paraverbal, que es el timbre, la proyección y la entonación con la que hablamos, o controlar nuestro lenguaje no verbal, ese de los macrogestos y los microgestos, eso es otra historia. Es más fácil dominar el lenguaje no verbal cuanto menos emocional sea la comunicación que abordemos, eso es cierto, por ejemplo en una presentación pública profesional. Aun así, en todas las ocasiones, cuanto más lo pienso más segura estoy de que lo ideal sería que NO nos preocupara controlarlo porque NO temiéramos que nos traicionara. Esto último es una característica de las personas íntegras, que me encantan, y que suelen ser bastante transparentes. ¿Ven por qué creo en las personas y sobre todo en las personas transparentes? Me explico.

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Esta son las conclusiones de los estudios que hizo el antropólogo Albert Mehrabian en los años 70. Esa ponderación se cumple así sobre todo en la comunicación del día a día, esa que entrenamos menos. Y aunque en las presentaciones públicas entrenadas de contenidos poco emocionales el lenguaje verbal toma mucho más peso, nunca deja de estar fuertemente influido por el paraverbal y el no verbal.

Pero ahora nos centramos en la comunicación interpersonal de todos los días donde la conclusión de Mehrabian se cumple. Puede ser la razón por la que casi siempre nos parece que las sensaciones que vivimos en cada momento son del todo evidentes para los demás, y de hecho lo son. Cada emoción que sentimos y racionalizamos tiene una expresión en nuestro cuerpo sí o sí. Y si te sorprenden de verdad se te abre la boca y se elevan las cejas aunque sea un segundo, y si te asustas se te seca la boca, se te ponen en guardia los músculos y se interrumpe cualquier otro pensamiento, y si algo te provoca asco o rechazo se te sube levemente el labio y se te arruga la nariz, y si llegas a la vergüenza te pones más o menos colorado… Y así con todas.

Es entonces cuando para evitar ser transparentes se nos activa nuestro mecanismo de defensa añadiendo señales en forma de corrección de posturas, nuevos gestos o palabras que confunden la percepción de los demás. En la teoría se llama el proceso oponente al proceso emocional. En la práctica muchas personas llevan ese mecanismo al nivel de experto, y algunas se dedican por ejemplo a la política…

Ser más o menos evidentes depende, por tanto, de cómo de entrenado o culturalmente adoctrinado tengamos nuestro mecanismo defensivo, la mayoría de las veces afortunadamente sin segundas intenciones y llamado pudor. Pudor de ser evidentes.

[bctt tweet=»En la #comunicación íntegra el lenguaje no verbal no puede traicionarte»]

Incontables situaciones en nuestra vida diaria nos empujan a controlar nuestras sensaciones para proyectar la imagen de nosotros mismos que pensamos más adecuada en cada momento. La inseguridad, la vergüenza, la apatía, el cansancio, la antipatía o el asco, son sensaciones controladas muy a menudo con mayor o menor dificultad. Y aun así siempre hay reacciones incontrolables. La coloración de la piel, un bostezo, posturas que corregimos, gestos en la cara, tipos de mirada… hay muchas evidencias que apenas si podemos justificar y aún así, aunque sea verbalmente, las justificamos.

Sin duda, la situación estrella en la que casi todos perdemos bastante el control es cuando nos enamoramos. Ante la persona que nos atrae nos da la sensación de quedarnos desarmados y ser transparentes. Pero no es así. Lo que ocurre es que el mecanismo defensivo de pronto nos parece más insuficiente que nunca, entre otras razones porque se dan al mismo tiempo múltiples sensaciones y nos creamos demasiadas expectativas de nosotros mismos que nos generan inseguridad y, por tanto, nos suscita una necesidad de controlar muchas reacciones a la vez.

Una clave es la paradoja del control: «perder el miedo a perder el control»

Si nos paramos a pensarlo, dejar de querer controlar es lo que nos da el control. Fluir con la situación y ser auténticos nos dota de un inmenso poder para proyectarnos de forma transparente, atractiva, sincera y controlada. Claro que para eso hay que creer en lo que se dice, no juzgar ni juzgarse y mucho menos compararse. Y ya. ¿Fácil no? Ya sé que no lo es, pero les aseguro que funciona.

Si no fuera porque hay personas que se aprovechan de las evidencias de los demás para su beneficio propio, y casi nunca con buenas intenciones, ser transparentes sin pudor nos facilitaría mucho la convivencia y la comprensión mutua. Pero claro, hay que ser íntegro y hacer, pensar y decir lo mismo. En estas raras ocasiones ni el lenguaje no verbal ni el paraverbal te traicionan.

Por tanto, superado el temor al daño emocional, lo verdaderamente útil sería desatender nuestras defensas, dejarnos ver tal como somos y estar más atentos a las reacciones de los demás que a las nuestras propias, para reaccionar en consecuencia y no malinterpretar casi nada.

Yo sigo creyendo en las personas, a pesar de todo lo que vivimos hoy en día. Y lo creo porque somos tan parecidos que si nos paráramos a pensarlo nos deprimiríamos. O no. Más bien debería consolarnos, alimentar nuestra tolerancia, y por supuesto facilitar la comunicación. Las mismas diferencias que nos enriquecen individualmente, nos unen de forma colectiva. Por eso creo en las personas, y más aún en las personas transparentes. ¿Cuántas veces te controlas? Aunque la verdadera pregunta en cada ocasión es ¿para qué?

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