Inteligencia emocional al borde del abismo    

No es fácil describir lo que se siente cuando facilitas un taller de Inteligencia Emocional para niños con necesidades especiales como los que viven en Aldeas Infantiles y compartes vida con espíritus inocentes que han tenido que afrontar desde tan pequeños situaciones que muchos adultos ni sospechan ni resistirían. Niños con miradas profundas, conductas defensivas y gruesas corazas con las que sobreviven en realidades que te hacen dudar del modelo de sociedad, del concepto de justicia y de la humanidad misma.

No es fácil describirlo, porque tampoco es fácil vivir la experiencia. Prado Aragón, Diana Fernández y yo hemos trabajado la inteligencia emocional en el borde mismo del abismo. Y es duro, sí, y también constructivo, energizante, educativo y muy motivante. Porque un destello en una mirada, unos segundos de atento silencio, una risa sincera, una lágrima sanadora o una cara pensativa, dan sentido a la frustración que te embarga por pura impotencia la mayor parte del tiempo.gracias

Por eso, antes de describir mi particular paseo emocional por las sensaciones internas que he experimentado durante este taller tan especial, quiero dejar aquí un inabarcable abrazo de agradecimiento a los profesionales de Aldeas Infantiles que superan permanentemente la impotencia y se entregan a diario en la labor de defender a los niños para construir personas completas a pesar de todo y de todos. Gracias.

[bctt tweet=»Colaborar con #AldeasInfantiles es lucha directa contra la injusticia. Gracias por ser así @AldeasEspana» via=»no»]

Un paseo emocional para lo difícil de describir

He tenido el privilegio de facilitar un taller de inteligencia emocional a nueve enormes personas de entre 9 y 13 años que desde el principio no querían recibirlo. Estaban a la defensiva y en posición permanente de ataque, actitudes detrás de las que había un denominador común: el miedo. Es la emoción básica que te dispone así, a atacar o a huir, por eso estaba segura de que no eran ellos, eran conductas aprendidas y automatizadas en un complicado día a día que cada uno cargaba en sus pequeñas y ya repletas mochilas. Y empezó mi paseo emocional.

Yo sentía y me contagiaba de ese mismo miedo, especialmente en cada momento en los que éramos incapaces de atraer un mínimo de colaboración. Y hubo bastantes de esos momentos, fugaces e intensos, en los que la huida aparecía tentadora. Pero no huimos. Prado y Diana, compañeras coaches y facilitadoras del taller como yo, sentían lo mismo, lo podía ver en sus ojos. Así que cada vez que nos pasaba, nos mirábamos, nos recolocábamos y sabíamos apoyarnos mutuamente para seguir adelante a pesar del miedo. Y cómo me alegro…

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Diana, Prado y yo paseando para recolocar-nos. ¡Qué grandes sois chicas!

Hubo más alegría. Mucha más. Esa que sentí en los instantes en que notaba que habíamos tocado el corazón roto de alguno de ellos. O cuando sus gestos, inexpertos en la confianza, evidenciaban una pequeña brecha en sus corazas. Cuando disfrutaban como los niños que son en los juegos. Cuando reían con ganas y comentaban sus pequeños grandes logros en las dinámicas. Cuando se dejaban tocar. Qué especiales esos momentos en los que se dejaban tocar…

Y entonces, internamente, me atropellaba el enfado. El enfado con un modelo social desequilibrado; el enfado con personas que no conocía y que protagonizaban el dolor de esos niños; el enfado con el ordenador que no funcionaba, con la broma inoportuna que deshacía la energía; el enfado conmigo misma por no tener más recursos. Me enfadé y me di cuenta de que esa era la otra emoción que más nos mostraban ellos y que esa emoción no vale de casi nada. ¿Qué quería yo hacer con mi enfado? Saqué de sus síntomas la energía que te brinda para buscar alternativas en aquello que nosotras podíamos actuar y para entender que hay límites en la ayuda que allí y en ese momento les podíamos dar a los chicos. Así que rebajamos nuestras expectativas, nos adaptamos a su momento, nos centramos en ellos muy por encima del taller y nos dejamos llevar aprovechando los huecos que nos abrían cuando nos lo permitían y no cuando tocaba.

Confieso que sentí también una tristeza egoísta que nacía de la frustración por no cumplir nuestras propias expectativas. Fuera tristeza entonces. Decidí empatizar y no simpatizar. Decidí no lamentarme. Decidí actuar. Resonaban en mi cabeza las palabras de Diana, acostumbrada a trabajar con ellos como miembro del equipo técnico en Aldeas Infantiles: «desde la pena no se consigue nada».

La más breve de las seis emociones básicas fue, ahora que lo veo con más perspectiva, mi gran aliada. La sorpresa cuando algo que creíamos que no iba a funcionar, funcionaba. Cuando te devolvían en sus conclusiones algo que pensábamos que no habían escuchado. Cuando repetían como chascarrillos palabras que sabes que les podrán servir bien algún día: compártelo; si siempre haces lo mismo, siempre tendrás el mismo resultado; cuídate tu primero; si no te gusta, cámbialo… Y así la sorpresa me impulsaba.

A estas alturas del post, los que vayan llevando la cuenta saben que en este particular paseo ya sólo me queda una emoción básica: el asco. Ninguna emoción es negativa, y mucho menos ésta. De hecho pienso que, junto con el miedo, quizás sean las dos emociones que mejor han servido a la supervivencia de la especie humana hasta nuestros días. Piénsalo. Por eso quiero acabar mi paseo con ella, con el asco, para que me permita mantener la suficiente dosis de rechazo que motive en mí la necesaria lucha contra el sufrimiento infantil. Porque como decía en mi perfil de Facebook mientras volvía en el tren: Imposible volver igual después de conocer a los chicos de Aldeas. Imposible no valorar la suerte que he tenido en la vida. Imposible no admirar a las personas que trabajan por ellos todos los días. Imposible olvidar. Imposible no seguir.

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