La importancia de la comunicación en once minutos
Son las ocho cincuenta y dos minutos de la mañana. Las calles están en plena efervescencia, plagadas de personas, niños y mochilas que se apresuran para llegar al colegio cercano a mi casa, desde donde voy a trabajar andando. Lo sé, es un lujo. Me cruzo con gente que va a trabajar, gente que va a estudiar, gente que va a llevar a los que estudian o que van a ver a los que trabajan… Un montón de gente que especialmente hoy me arranca una sonrisa mientras en mis auriculares suena, por cortesía de las recomendaciones semanales de Spotify, el Resistiré de Estela Raval.
Vivo donde nací, en una ciudad pequeña de apenas 140.000 habitantes, pero en el semáforo de la avenida estamos esperando para atravesar la carretera tantas personas que me recuerda por un instante a mis momentos laborales en el madrileño Paseo de la Castellana. Sigo sonriendo porque me encanta ver la vida bullir de esa forma. Y entonces le veo. En pie, detenido en la marea humana que le rodea en la céntrica plaza que tengo al otro lado de la calle.
Se me viene a la mente una de esas fotos en las que hay una persona perfectamente enfocada rodeada de imágenes difusas en movimiento. Es un hombre, de unos setenta años, enjuto, alto y embutido en una mascota que seguramente protege del frío una justificada calvicie. Mira a su alrededor con las manos metidas en los bolsillos de su grueso chaquetón, como disfrutando de estar así, quieto en mitad del movimiento de la ciudad. No tiene la mirada perdida, ni mucho menos. Sus ojos evidencian la capacidad de mirar más allá de lo que está viendo. Supongo que son los años, la sabiduría que da el paso del tiempo, ese que se ha incrustado en su rostro en forma de profundas arrugas. Y de pronto me doy cuenta de que yo me he detenido mirándole a él. Es el momento en el que soy consciente de que él también me mira, y me atraviesa un ensordecedor sentimiento de soledad.
«No es justo», es lo que pienso recomponiéndome y retomando mis pasos. En automático construyo en mi cabeza la historia de esa quijotesca figura que ha interrumpido unos segundos los pensamientos de mi mañana. Se parece mucho a un viejo conocido de mi padre, y quizás por eso le pongo encima todo lo que he escuchado de la otra persona, ¿o acaso es él? Si lo fuera, estaría separado, en una difícil situación emocional con sus hijos, aquejado de una enfermedad bastante grave pero lenta, y hubiera sido lo que otros llaman un vividor, muy trabajador eso sí, que al final de sus días lamentaría, supongo, no haber dedicado más tiempo a lo seguramente ahora echa de menos.
Todo esto me hace reflexionar mientras llego a mi pequeña oficina. Cuánto suponemos cada minuto, cuánta historia ajena completamos con nuestra imaginación casi sin querer y a la velocidad del rayo, cuánto esperamos de los demás en función de lo que nosotros haríamos, pensaríamos o echaríamos de menos, y cuánto recogemos de lo que hemos ido sembrando en la vida.
[bctt tweet=»#Comunicación hacia dentro y hacia fuera, el motor de la #repercusión que nos modela #coaching» username=»lola_pelayo»]
Somos una consecuencia de nuestras experiencias, esto me queda claro, de lo que nos ha pasado, de lo que hemos hecho y de lo que no, y también somos de la forma de ser en la que esas experiencias nos han ido modelando. Nuestras conductas son el resultado de nuestras vivencias, de las buenas y de las malas. Y con esas conductas generamos una repercusión de ida y vuelta, como una sucesión de pequeñas olas que avanzan imperturbables y que algún día pueden dejarnos inmóviles en mitad del mar de personas de una ciudad cualquiera.
He enfilado la calle de mi trabajo. A unos cincuenta metros del portal, ya con las llaves en la mano, y mientras suena Ketama en los auriculares que me separan del mundanal ruido, pienso en las conductas que yo tengo y en si me pueden dejar inmóvil algún día en alguna plaza a las nueve menos cinco de la mañana. Me da un poco de vértigo mirar hasta dónde pueden llegar las consecuencias de nuestra forma de relacionarnos con los demás, y con nosotros mismos, de la forma en la que nos comunicamos.
Son las nueve cero tres. Acabo de confirmar en once minutos todo el sentido que tiene considerar la comunicación hacia dentro y hacia fuera como la base más efectiva desde la que apoyar e impulsar el crecimiento de personas y organizaciones. “Así que a trabajar”, me digo, mientras pienso, “cuando llegue a casa voy a preguntarle a papá qué sabe de ese amigo suyo”…
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