¡Tu carrito está actualmente vacío!
Yo juzgo, tú juzgas, él juzga
Yo juzgo tú juzgas él juzga
Ese momentito en coche por la mañana camino del trabajo. No me dirán que no les hace reaccionar ver al conductor del coche de delante haciendo notorios aspavientos con los brazos. Deducimos que va hablando por teléfono porque no vemos a nadie más en el vehículo. “Bueno”, pensamos, “vaya bronca le está echando al que sea”. Nos consuela concluir que por lo que parece está usando un dispositivo “sin manos”. Aun así, en un alarde de seguridad propia y para evitar que las circunstancias del conductor que nos precede se conviertan en nuestras circunstancias, decidimos adelantarle y colocarnos a su lado en el segundo carril de la avenida mientras esperamos la luz verde del semáforo. Ahí es cuando nos damos cuenta de que le acompaña un niño. Tiene unos siete u ocho años y cara de bueno. Va en el asiento del copiloto, sin cinturón, y algo apabullado por los gritos de ¿su padre?
De pronto se nos libera una catarata de sensaciones, casi todas solidarias con el pequeño, y del tirón ya hemos catalogado al adulto como un nervioso, temerario, inconsciente e injusto padre de un buen niño que no se merece la bronca. Todo eso.
¿Qué esperamos?
Se enciende la luz verde del semáforo, pero nosotros no avanzamos. ¿Qué esperamos? Esperamos a que avance el protagonista de nuestra improvisada película. La curiosidad puede con nosotros, y nos justificamos con cualquier excusa: ajustamos temperatura, el volumen, quizás subimos o bajamos el cristal de la ventana… Y claro, estamos provocando un pequeño atasco.
La persona que conduce el coche que está justo detrás de nosotros también está reaccionando. Acaba de emitir un sonoro pitido acompañado de un insulto, y eso le da vergüenza. Ha dormido fatal y mira por dónde, con la prisa que lleva, un par de idiotas se ponen a charlar en un semáforo. Desde su perspectiva no ve al pequeño, y apenas si puede distinguir al conductor del otro vehículo; así que lo que ve es una persona que mira ensimismada al coche de su lado. Nos está juzgando a nosotros, igual que hemos juzgado nosotros al conductor alterado, y seguramente no ha concluido nada agradable.
Avanzamos a poca velocidad
En unos segundos se multiplican hasta el infinito los sonoros pitidos que se han desatado a partir del tímido primero. Nos movemos. Avanzo a poca velocidad, en paralelo al coche del pequeño con el que nos hemos solidarizado. No queremos adelantarle, quizás por no abandonarle. En ese momento el niño nos mira, levanta la mano, y saca el dedo corazón, dejándolo dramáticamente empinado en la empuñadura que forman el resto de sus dedos recogidos sobre la palma. Un gesto internacional donde los haya, que inmediatamente deshace nuestras conclusiones y nos hace revisar nuestro anterior juicio. Ya no es un inconsciente, injusto y temerario padre, es un gilipollas de niño maleducado al que le viene estupendamente una bronca.
Han pasado 180 segundos. Hemos juzgado dos veces a la misma persona. Nos han juzgado otras tantas veces, distintas personas. Y lo único seguro es que nadie ha sido justo, y mucho menos habrá acertado en su juicio.
Parece pues que lo importante es tener siempre presente que juzgar es instintivo, controlarlo difícil y acertar casi imposible. Lo divertido es ser consciente de cuánto juzgamos, y actuar en consecuencia.
¿Te animas a identificar hoy todos los juicios que te salen de forma natural? Yo, escribiendo este post ya he hecho varios…